Tras ciertos ejercicios sobre la infancia me percaté que de pequeño mi forma de vivirme era completamente natural. Es decir, bailaba la música que en ese momento ponía la vida. Tan divertido era jugar con la arena como quedarme embelesado mirando aquella televisión en blanco y negro. No había diferencia en la intensidad de lo que vivía, así como tampoco había predilección en querer que aquello fuera distinto a tal como era. Sólo bailaba la música que sonaba.
Mis siguientes recuerdos ya marcaban un determinante distinto: muchas veces prefería otra música, y descubrí que paulatinamente yo me iba convirtiendo en un interpretador musical conforme dejaba de bailarla. Así que me puse a estudiar música, y fue peor aún, porque finalmente dejé de bailar.
A lo que la música de la vida sonaba yo ponía acordes, notas y ritmos personales, porque claro, yo ya era un conocedor de la música. Sin darme cuenta distorsionaba la música natural de la vida con mi propia melodía personal. Lo curioso, y tardé en percatarme de ello, es que esa música que yo imponía no me hacía sentir satisfecho —salvo en escuetas y minúsculas circunstancias— y eso me hacía sufrir. Pero en cada sufrimiento mi torpeza crecía y lo único a lo que me aferraba es a que mi música impuesta no había logrado la perfección, por tanto tenía que esforzarme en conseguirla.
Reiteradamente, día a día, momento a momento fui sumando más notas, más ritmos, más tonos a lo ya incrustado sobre la melodía natural de fondo.
Finalmente, como no puede ser de otra manera, la música terminó siendo ruido, desarmónica y estridente. Este fue mi punto de inflexión para tomar conciencia de que no tenía ni idea de música, por mucho que hubiese estudiado, por tanto sacrificio personal en saber y conocer de música. Había metido la pata hasta el punto de que la música ya no sólo no la bailaba en absoluto, sino que además era ensordecedoramente hiriente.
Después descubrí uno de los colmos más locos que me acompañaban, y era que la calidad de la música no tenía nada que ver conmigo y mis intenciones de componerla, sino que proyectaba su insoportabilidad a lo ajeno, a las personas que me rodeaban, a ciertas circunstancias, en definitiva a la vida, que oye se estaba ensañando conmigo y destrozándome los tímpanos por no tomar conciencia de que era yo quién la distorsinaba.
Perdí la noción casi al completo de aquella melodía espontánea que bailaba siendo niño, cuando nada sabía de música y únicamente bailaba, la bailaba. Dejé de bailar y por ello dejé de escuchar la música. Me empeñé en ser mi propio compositor en lugar de disfrutar de la melodía. Quise ser el creador y no la obra, y me perdí. Me perdí tanto que no sabía quién era, y por ello más necesitaba reconocerme como algo, como el que hace sonar la música aunque ni sabe componerla para después no bailarla, pero nunca llegaba el momento de bailar porque la música dejó de sonar, sólo había ruido, sólo ruido que no puede ser bailado.